No
resulta ilusorio vincular la práctica del liberalismo al desastre ecológico que
amenaza con imposibilitar la supervivencia humana. En la contrabalanza de las
ideas liberales no se ha puesto la Vida (o la conciencia, no concibo vida sin
sufrimiento/felicidad y éstos sin conciencia) como un principio del que se
diversifican los seres vivos para preservarla y acondicionarla a todas las
situaciones, y en nuestro caso además, para dotarla de significado. Como seres
humanos tenemos la capacidad de distinguir entre verdadero y falso
en el ámbito relacional de las cosas, o lo que equivale a decir, a relacionar
causas y efectos en la trama del tiempo. Creamos una red de significados válida
para ajustar un orden en la naturaleza; esta es nuestra cualidad humana en la
jerarquía natural
Pero no somos una posibilidad ilimitada de determinar arbitrariamente el
significado de los acontecimientos. Esto ha llevado a pensarnos como los dueños
de todo lo que se presenta a nuestros sentidos. Sin embargo, muchos
estados psíquicos que nos azoran surgen por el vacío profundo que causa la
impresión de uno o varios hechos en la conciencia. Son emociones sin dueño que
nos impulsan ciegamente hacia un objeto semi-velado en cuya realidad algo
íntimo, de ese alguien que somos, se muestra. El desconocimiento o la
percepción distorsionada del objeto, nos conduce, llamados por él, para
revelarnos en torno suyo. Con la aprehensión correcta del objeto, la emoción se
disipa. El “yo” se revela en sus variadas formas desde la trascendencia del
objeto, de la que él es su centro. Luego, no solamente hay un ‘algo’ para un
alguien, también hay un ‘alguien’ para un ‘algo’.
La trascendencia del sujeto es una tentación a la que no se ha resistido el
hombre moderno. Bajo esta visión somos todos iguales: una posibilidad
abierta en todas direcciones. Esto conlleva, no obstante, que el proyecto individual
por el que uno apueste ser y en consecuencia, actuar, descalifique a todo aquel
vecino que se interponga en ello. Para garantizar la convivencia es necesario regirse
por unos principios morales universales en la síntesis del individualismo
y de la igualdad. Se necesita por tanto una estructura política que suscriba la
legalidad del contrato social. Por último, la insatisfacción por lo que
cada uno debe renunciar de su proyecto personal para sostener dicho contrato,
demanda constantemente el mejoramiento del sistema.
El célebre filósofo político británico John Gray en la introducción de su libro
Liberalismo, enuncia el individualismo, el igualitarismo,
el universalismo y el meliorismo como las cuatro concepciones
definidas comunes a todas las variantes de la tradición
liberal. El liberalismo pues, arranca desde un principio de libertad sin
restricciones en el individuo, cuya responsabilidad se ciñe solamente a la
universalidad de unas reglas morales para preservar el célebre contrato social cuya función es,
básicamente, la de protegerse uno mismo de unos potenciales enemigos, que son
todos los imaginables. Aquí la sociedad se identifica al trasfondo del
individuo, la humanidad se somete a los designios identificativos de la
sociedad y se condena la biosfera a las necesidades humanas. Este planteamiento
obvia considerar el sentirse uno mismo al fondo de una bio-experiencia de miles
de generaciones que termina en la sensación actual que se vive. La opción
gratuita, ingrávida, que no soporta la cualidad de Ser de cada cosa por su
naturaleza, soslaya el pulso causal de la experiencia que nos impele a actuar
en una dirección. Y la experiencia es un segundo grado de la
experimentación. Pero son las emociones las que nos conducen a experimentar las
cosas: es un método pasivo para conocer quien soy en lo más profundo. La
emoción (e-motio: moverse desde) es engendrada desde la realidad
trascendente de un objeto desconocido o imputado erróneamente, que atrae al
sujeto hacia él. El objeto viene a ser como la percha vacía de la que cuelgan
todos sus vestidos. Pero la malentendida libertad como opción absolutamente
abierta, desconsidera esta atracción o rechazo emocional que irradia del
objeto, en apariencia. Queda reducido a la condición de un “atractor” sobre la
conciencia del que el sujeto puede desprenderse voluntariamente para optar
sobre él.
Son muchos los que creen
que la libertad se define únicamente como la capacidad del Hombre para obrar a
su voluntad sin necesidad de seguir la ley natural. Olvidan su engranaje en la
corriente evolutiva de las especies que permite preservar y adaptar la Vida a
los constituyentes elementales que se recombinan incesantemente. Somos una
expresión autopoiética en el concierto de la Vida, y si damos la espalda a
nuestro lugar en este delicado equilibrio, los mecanismo causales que la
preservan revierten sobre nosotros en contra, reconduciéndonos fatalmente al
lugar que nos corresponde.
El gusto por la vida
es la base del gozo. La desconsideración hacia nuestra función biológica en la
trama de la Vida, regentándola como amos de ella, hace que nuestro gozo sea
efímero, viciado: subordinado a las convenciones sociales. Si tan cómodos nos
sintiéramos conviviendo únicamente entre nosotros no existirían las segundas
residencias por ejemplo ni animaríamos los balcones con flores. Y posiblemente
sea, la desconsideración hacia otras formas de vida entrelazadas biológicamente
con la nuestra, lo que socava nuestra unidad como especie, motivando que nos
dañemos entre nosotros e incluso que nos matemos. Una libertad que no toma en
consideración nuestra obligación de preservar la Vida en general, se torna en
capricho y para esto tiene que revestirse de un “yo” ficticio para quien
el capricho se manifieste como un deber.
La adaptación de la Vida a las
condiciones físicas, mediante especies, subespecies y cada espécimen corporal
de los que las componen, comporta que todos seamos necesariamente
distintos en esta vasija común. La herencia biológica que nos acompaña sumada a
la experiencia sedimentada por nuestro tiempo de vida recorrido, hace que una
misma situación pueda ser sentida de muy distintas maneras en una multiplicidad
de individuos. Cada uno rescata su diferencia desde una base común de la que
participa. Me siento vivo por ejemplo, por analogía con otros seres vivos
frente a lo que no está vivo. Desde esta visión la remisión al objeto pauta un
comportamiento centrípeto de encuentro con el yo.
Luego, no somos iguales;
en absoluto, ni surgimos desde la nada como quiere persuadirnos el individualismo
acérrimo, ni los principios morales se asientan en la entrecruzada de
los conflictos; más bien en la derivada de un bien común anónimo. Por último,
la tarea de mejorar, mirando hacia unos efectos esperados, es
substituida por la de rectificar mirando hacia el origen de las causas.
La libertad tiene el precio
de la obligación. Una obligación que sobrepasa el respeto a una leyes
contractuales en el cruce de los intereses egoístas. Es la obligación de
respetar la evolución causal de las especies en sus hábitats e integrarnos en
ella para no alterar equilibrio dinámico que fecunda la Vida día tras
día. Esto no se consigue mediante la sola imposición de un reglamento
severo sobre los límites universales de la conducta humana en su hábitat
terrestre. No; esto se hace también, restituyendo un sabor genuino de la vida
apto para poder relativizar, sino modificar, las estructuras fundamentales de
una política centrada en el individualismo, el progreso, la universalidad y la
igualdad. Son emociones profundas que por lo general pasan inadvertidas,
oscurecidas por nuestros proyectos personales en la cultura reinante.
joanbahr@ymail.com
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