lunes, 20 de agosto de 2012

EMOCIONES PROFUNDAS (4)



   No resulta ilusorio vincular la práctica del liberalismo al desastre ecológico que amenaza con imposibilitar la supervivencia humana. En la contrabalanza de las ideas liberales no se ha puesto la Vida (o la conciencia, no concibo vida sin sufrimiento/felicidad y éstos sin conciencia) como un principio del que se diversifican los seres vivos para preservarla y acondicionarla a todas las situaciones, y en nuestro caso además, para dotarla de significado. Como seres humanos tenemos la capacidad de distinguir entre verdadero y falso en el ámbito relacional de las cosas, o lo que equivale a decir, a relacionar causas y efectos en la trama del tiempo. Creamos una red de significados válida para ajustar un orden en la naturaleza; esta es nuestra cualidad humana en la jerarquía natural


  Pero no somos una posibilidad ilimitada de determinar arbitrariamente el significado de los acontecimientos. Esto ha llevado a pensarnos como los dueños de todo lo que se presenta a nuestros sentidos. Sin embargo, muchos estados psíquicos que nos azoran surgen por el vacío profundo que causa la impresión de uno o varios hechos en la conciencia. Son emociones sin dueño que nos impulsan ciegamente hacia un objeto semi-velado en cuya realidad algo íntimo, de ese alguien que somos, se muestra. El desconocimiento o la percepción distorsionada del objeto, nos conduce, llamados por él, para revelarnos en torno suyo. Con la aprehensión correcta del objeto, la emoción se disipa. El “yo” se revela en sus variadas formas desde la trascendencia del objeto, de la que él es su centro. Luego, no solamente hay un ‘algo’ para un alguien, también hay un ‘alguien’ para un ‘algo’.
  La trascendencia del sujeto es una tentación a la que no se ha resistido el hombre moderno. Bajo esta visión somos todos iguales: una posibilidad abierta en todas direcciones. Esto conlleva, no obstante, que el proyecto individual por el que uno apueste ser y en consecuencia, actuar, descalifique a todo aquel vecino que se interponga en ello. Para garantizar la convivencia es necesario regirse por unos principios morales universales en la síntesis del individualismo y de la igualdad. Se necesita por tanto una estructura política que suscriba la legalidad del contrato social. Por último, la insatisfacción por lo que cada uno debe renunciar de su proyecto personal para sostener dicho contrato, demanda constantemente el mejoramiento del sistema.
    El célebre filósofo político británico John Gray en la introducción de su libro Liberalismo, enuncia el individualismo, el igualitarismo, el universalismo y el meliorismo como las cuatro concepciones definidas comunes a todas las variantes de la tradición liberal. El liberalismo pues, arranca desde un principio de libertad sin restricciones en el individuo, cuya responsabilidad se ciñe solamente a la universalidad de unas reglas morales para preservar el célebre contrato social cuya función es, básicamente, la de protegerse uno mismo de unos potenciales enemigos, que son todos los imaginables. Aquí la sociedad se identifica al trasfondo del individuo, la humanidad se somete a los designios identificativos de la sociedad y se condena la biosfera a las necesidades humanas. Este planteamiento obvia considerar el sentirse uno mismo al fondo de una bio-experiencia de miles de generaciones que termina en la sensación actual que se vive. La opción gratuita, ingrávida, que no soporta la cualidad de Ser de cada cosa por su naturaleza, soslaya el pulso causal de la experiencia que nos impele a actuar en una dirección. Y la experiencia es un segundo grado de la experimentación. Pero son las emociones las que nos conducen a experimentar las cosas: es un método pasivo para conocer quien soy en lo más profundo. La emoción (e-motio: moverse desde) es engendrada desde la realidad trascendente de un objeto desconocido o imputado erróneamente, que atrae al sujeto hacia él. El objeto viene a ser como la percha vacía de la que cuelgan todos sus vestidos. Pero la malentendida libertad como opción absolutamente abierta, desconsidera esta atracción o rechazo emocional que irradia del objeto, en apariencia. Queda reducido a la condición de un “atractor” sobre la conciencia del que el sujeto puede desprenderse voluntariamente para optar sobre él.
   Son muchos los que creen que la libertad se define únicamente como la capacidad del Hombre para obrar a su voluntad sin necesidad de seguir la ley natural. Olvidan su engranaje en la corriente evolutiva de las especies que permite preservar y adaptar la Vida a los constituyentes elementales que se recombinan incesantemente. Somos una expresión autopoiética en el concierto de la Vida, y si damos la espalda a nuestro lugar en este delicado equilibrio, los mecanismo causales que la preservan revierten sobre nosotros en contra, reconduciéndonos fatalmente al lugar que nos corresponde.
    El gusto por la vida es la base del gozo. La desconsideración hacia nuestra función biológica en la trama de la Vida, regentándola como amos de ella, hace que nuestro gozo sea efímero, viciado: subordinado a las convenciones sociales. Si tan cómodos nos sintiéramos conviviendo únicamente entre nosotros no existirían las segundas residencias por ejemplo ni animaríamos los balcones con flores. Y posiblemente sea, la desconsideración hacia otras formas de vida entrelazadas biológicamente con la nuestra, lo que socava nuestra unidad como especie, motivando que nos dañemos entre nosotros e incluso que nos matemos. Una libertad que no toma en consideración nuestra obligación de preservar la Vida en general, se torna en capricho y para esto tiene que revestirse de un “yo”  ficticio para quien el capricho se manifieste como un deber.
 La adaptación de la Vida a las condiciones físicas, mediante especies, subespecies y cada espécimen corporal de los que las componen,  comporta que todos seamos necesariamente distintos en esta vasija común. La herencia biológica que nos acompaña sumada a la experiencia sedimentada por nuestro tiempo de vida recorrido, hace que una misma situación pueda ser sentida de muy distintas maneras en una multiplicidad de individuos. Cada uno rescata su diferencia desde una base común de la que participa. Me siento vivo por ejemplo, por analogía con otros seres vivos frente a lo que no está vivo. Desde esta visión la remisión al objeto pauta un comportamiento centrípeto de encuentro con el yo.
    Luego, no somos iguales; en absoluto, ni surgimos desde la nada como quiere persuadirnos el individualismo acérrimo, ni los principios morales se asientan en la entrecruzada de los conflictos; más bien en la derivada de un bien común anónimo. Por último, la tarea de mejorar, mirando hacia unos efectos esperados, es substituida por la de rectificar mirando hacia el origen de las causas.
   La libertad tiene el precio de la obligación. Una obligación que sobrepasa el respeto a una leyes contractuales en el cruce de los intereses egoístas. Es la obligación de respetar la evolución causal de las especies en sus hábitats e integrarnos en ella para no alterar equilibrio dinámico que fecunda la Vida día tras día.  Esto no se consigue mediante la sola imposición de un reglamento severo sobre los límites universales de la conducta humana en su hábitat terrestre. No; esto se hace también, restituyendo un sabor genuino de la vida apto para poder relativizar, sino modificar, las estructuras fundamentales de una política centrada en el individualismo, el progreso, la universalidad y la igualdad. Son emociones profundas que por lo general pasan inadvertidas, oscurecidas por nuestros proyectos personales en la cultura reinante. 

joanbahr@ymail.com

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