domingo, 22 de julio de 2012

EMOCIONES PROFUNDAS (3)


 Hay dos hilos sobre los que se teje la comunicación con alguien que irrumpe fortuitamente en presencia mía.
   En lo más hondo de mí hay una mirada que solicita su amistad; él y yo, somos la esencia de un ente conjunto del cual cada uno se rescata singularmente a sí mismo. Las diferencias por las que nos identificamos separadamente surgen de nuestra mutua afinidad. De este modo cada uno va colmando su anhelo de identidad reflejándose en los otros y se conforma como “alguien” en la impersonalidad comunitaria. Análogamente, los caracteres identitarios de un grupo de habitantes surgen de sus analogías con otros grupos comunitarios dentro de una esfera social más compleja. Finalmente, la humanidad entera, se co-refleja como especie frente a la existencia de otras especies en la biodiversidad del planeta.
    Cada uno, individualmente, tira pasivamente hacia sí mismo desgajándose del Todo al que pertenece. El ecosistema terrestre es el fondo sobre el que cada integrante atrae una esencia para él mismo que se conforma en un “yo” personal.
    Pero hay otra mirada también en lo más hondo de mí que ve al prójimo como un antónimo de mí: él no es “yo”. Aunque sí se presenta como un aliado frente a un individuo extraño para ambos. De este modo, sobre la base de las diferencias, surge la comunidad. Una comunidad forjada en el excipiente de la disputa entre muchos egos.  Así surgen sociedades contractuales, regionalismos, corporaciones, y el hombre se constituye como una especie con derecho sobre las otras especies, y como ser vivo con derecho sobre la materia inanimada. El se derrama por cualquier categoría o rango comunitario haciéndolo todo mío. La colaboración con los otros si surge, es a partir de la diferencia identitaria con otros grupos.
   
  Sorprendentemente, este exceso y esta carencia del “yo” se invitan mutuamente en un enclave privilegiado: el reconocimiento del otro como un alter ego (otro YO), tanto como yo para él. La comunidad ecosistémica de la que se desgranan todas las individualidades y el “yo” en solitario que se apropia de ella, son las puntas de un escalonamiento gradual entre individuo-comunidad-especie en cuyo eje está la noción de respeto como ­síntesis de libertad y responsabilidad.
    La profundidad insondable del ego que subvierte a su voluntad todo aquello con lo que contacta, se pacifica con el “yo” entregado a la piel anónima de la naturaleza en este intercambio óptimo en cuya matriz está la consideración del otro como tu mismo y de ti como el otro.
   En el ámbito de la conciencia, esto se da en la comunicación y se instrumentaliza por el significado. Creo que la función natural del ser humano se ubica aquí, en la tarea de significar –“dar sentido” si se prefiere–. La teórica paz social se obtendría cuando los significados por los que nos entendemos, no presentaran desniveles insalvables.

   No se en que momento de la historia occidental el comportamiento derivó hacia una actitud invasiva del medio natural, perdiéndole el respeto. Lo que sí se es que en la época moderna la naturaleza se presentaba ya como un entramado de conexiones calculables para provecho del Hombre. Se despreció el cruce ancestral de conexiones causales entre los seres vivos y los elementos por el que la vida se ha sostenido, a favor de unas estrategias funcionales en cuyo centro está el interés egoísta de una subespecie humana, la occidental.
   El delicado equilibrio entre el entramado causal que constituye la evolución, y la función de cada ser vivo en la intersección de los propósitos humanos, fue vulnerado, y con ello se violó la equiparación de todos los seres vivos por su necesaria integración en la biosfera. Por si fuera poco, desde momento en el que el Hombre obtiene energía constante con la manipulación del fuego y da el pistoletazo de salida a la revolución industrial, la función humanizada de los minerales, plantas, animales, e incluso de los propios congéneres toma mucha relevancia, en detrimento de la cualidad de cada organismo por su lugar en la evolución.

   Dos síntomas obvios de este desequilibrio.

1. La adjudicación de una función a cada cosa –para realizar los proyectos del individuo en un futuro incierto– dejando de considerar el entretejido causal que da la razón de ser a cada cosa, pone a unos individuos contra los otros en ausencia de un suelo común sobre el que gestionar el diálogo en la comunicación. Desde que Hobbes escribiera el Leviatán, la orientación de todas las políticas liberales son un reflejo de este bosquejo. Pero, en lo fundamental,  incluso las políticas contra-liberales no son tan distintas tampoco. A gran altura se diría que todas las políticas desde la era industrial son modos de organizar el beneficio obtenido a partir de la explotación de los recursos biológicos y minerales. En los tiempos en que prendieron estas ideologías el problema ecológico pasaba todavía por inexistente. Por esto, las políticas comunitarias que obviaron incluir el entorno ecosistémico en su praxis, arrastraron una impureza sutil en el decálogo de su pensamiento que las dañó severamente frente a otras políticas contrarias.
2. La segunda obviedad se desprende de la primera. La desconsideración del Hombre  hacia su entramado causal con la Vida, desnaturalizando sin medida el equilibro ecosistémico,  revierte en contra de las expectativas humanas por los efectos no deseados de su intervención. La alteración violenta de los flujos causales que adaptan la vida al planeta sigue invisiblemente su curso haciéndonos pagar con nuestra salud personal sus consecuencias.
                                                                                             foto: Assumpta Taulé
joanbahr@ymail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario