jueves, 28 de marzo de 2013

LA CLASE POLÍTICA.

A lo largo de la historia se ha visto surgir muchos estamentos políticos cuyo fin era mediar una idea de justicia. Y se ha visto sin excepción, cómo los gobiernos terminan por olvidar su deber de servir a la nación y se instituyen como amos de ella. Aunque la relación de dominio entre los gobernantes y el pueblo se asiente en el carisma, la tradición o la legalidad, inevitablemente siempre hay unas minorías que sufren un trato desventajoso. La resistencia de estas minorías al ente dominador obliga a emplear medios de represión. Y la represión pone en evidencia para el represor el poder del que dispone. Esto personaliza la dominación en una relación que ya no tiene freno. Este personalismo en el uso del poder incita pasivamente el descontento popular hasta, entonces, ser finalmente solo una minoría los adeptos a la jefatura del estado y por intereses corruptos. Sin embargo, mientras los disidentes vayan reclamando justicia sin abandonar la idea central que sostiene la política imperante, el liderazgo autárquico seguirá imponiéndose por la vía del terror.  En este estadio, la degeneración política no solo es evidente por el comportamiento de los políticos; también lo es por las muestras de envidia disfrazada de odio que expresan los oprimidos hacia aquellos por los que se cambiarían de inmediato. Para transitar hacia un escenario político mejor tiene que introducirse una nueva idea de justicia social que rompa la hegemonía viciada entre gobernantes y gobernados. Así estallan las revoluciones. Pero inevitablemente esto conducirá a una nueva figura de dominio que exigirá de nuevo someter incómodos reductos de insatisfacción ciudadana para mantener las nuevas ideas afines a la mayoría; y así, el ciclo se reinicia.
   Hoy, nuestro plantel político ofrece signos inconfundibles de haber degenerado la idea rectora que satisfacía ampliamente al pueblo en el siglo XX. Las corruptelas, el 'clientismo' político, el tráfico de influencias y las nominaciones 'amigas', muestran la impunidad de lo que se ha dado por llamar 'clase política', al servicio de sus propios intereses. El término 'clase', acuñado por el marxismo para distinguir dos clases antagónicas en la estructura social, pone claramente de manifiesto la existencia de intereses entrecruzados que incumben paralelamente a sus integrantes. Entre los políticos, si a tí te va mal, a mí me puede ir bien, pero si te va muy mal a mí me va a ir también muy mal. Ellos conviven en una proximidad real, comparten pasillos, almuerzos, eventos, fotografías y muchas otros eventos. WikiLeaks demostró que existe una aceptación tácita incluso en las formas ofensivas de tratarse cara al público, que oculta los intercambios prácticos que mantienen para resituarse en la escena política sin poner en peligro sus privilegios y su sostenimiento como 'clase'. La confabulación comienza con la ocultación masiva de algunas acciones necesarias, aunque impopulares, para el desarrollo de la nación. Así es como se condensa la masa de una clase autónoma por la que los acuerdos van y vienen sin destilar nada al exterior. Fíjense en las acusaciones de corrupción y otros delitos contra adversarios políticos: raramente arrancan de su parte. Este monopolio conoce su poder y no está dispuesto a perderlo pese al descontento del pueblo. Su capacidad de manipular la información en los medios o desviar estratégicamente la atención, es también un modo de atemorizar la población. En el recuerdo de todos están los repetidos engaños que han salido a la luz sin alterar nada la posición privilegiada de los dirigentes culpables. Y la indefensión del pueblo ante esta poderosa impunidad, engendra miedo cuando no terror. Estamos en manos de una 'clase política' cuyos fines nublan los intereses de la nación a la que deberían servir. Nos estaríamos aproximando al estadio que precede a la revolución, sino fuera por la ausencia de un ideario político radical que pueda mejorar el actual y por la negativa del pueblo a emanciparse del 'paternalismo comodón' sobre el que esta clase se asienta ventajosamente.
   Sin embargo, la revolución nunca proporcionará el 'contento social' mientras el cambio exija instaurar  un poder minoritario que legisla y gobierna una comunidad nacional. Lo más urgente es cerrar esta brecha de dominio por la que se infiltran los 'personalismos autárticos' en contra del pueblo. Luego, no es necesario renunciar al sistema democrático cuando éste es, a mi parecer, el instrumento más lúcido para conectar la voluntad del pueblo con las decisiones que le atañen. Lo conveniente es que el ciudadano pueda participar directamente en las decisiones que afectan a su vida. En otras palabras, que se haga responsable de cómo decide vivir. Poder pasar gradualmente de una democracia parlamentaria a una democracia basada en el consenso, cuya figura más rutilante sea la del individuo dentro de la proximidad de los que le rodean. La inmediatez entre el dirigente y el ciudadano se consigue con la representación directa de unos intereses alrededor de una situación compartida que conecta vivencialmente a un grupo de personas. Las decisiones comienzan en el ámbito de lo más privado y se extienden por delegación hacia lo mayoritario, sin olvidar que el primer eslabón de la cadena política recae en el representante de una pequeña minoría conectados entre ellos por una experiencia de vida que comparten. Aquí es relevante hacer especial hincapié en la notoria influencia del territorio geostático y biológico de la región para definir situaciones que comunizan al individuo. Por este motivo la implantación de un modelo de democracia, amparado en la participación del ciudadano en las decisiones políticas que le afectan, es un claro refugio para la sostenibilidad medioambiental. La democracia participativa acaba con la generalidad de un único estamento legislativo que ignora la presencia de los grupos minoritarios. El parlamento si lo hubiera, debería pronunciarse únicamente sobre aquellas problemáticas de índole universal, imposibles de reducir al contexto de situaciones prácticas aisladas. Cada escaño del parlamento representaría una amplia banda de la población que ha liquidado sus asuntos prácticos, pero que sigue lidiando con cuestiones complejas cuya resolución precisa de una legislación conjunta para optimizar el conjunto. La estructura piramidal de la democracia representativa, basada en la participación directa del ciudadano en los asuntos que le conciernen, reduce la cámara de representantes a un número mínimo capaz de consensuar unas leyes de orden muy teórico que consoliden el orden práctico. La figura del diputado aquí, se sostiene en la franja de una proximidad sensible con aquellos a quienes representa, cuya representación comienza en una policromia de comportamientos autónomos que responden a situaciones concretas.  La filiación del diputado con el pueblo, al que debe su escaño, acabaría con la nube de entrelazos diagonales que tejen la clase política. Con la desaparición de la clase política habremos dado un paso más en la justicia del mundo y en la relación del hombre con la naturaleza.




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