lunes, 8 de julio de 2013

EL HASTÍO DE LAS MUJERES


Veo parejas resignadas al paso del tiempo que deben su unión al sacramento conyugal  o a la presión del entorno social o lo más probable, al yugo de su economía familiar. Tal vez sean descendientes de un linaje patriarcal cuyo origen se remonta a los tiempos en los que el hombre redujo la naturaleza a un sistema productivo que servía a sus propósitos. El gran zarpazo del hombre a la naturaleza se originó por su capacidad de sustraerse de los acontecimientos y encontrar relaciones invisibles de causa a efecto que podía utilizar a su conveniencia. Desvelando la causalidad entre la semilla y el fruto pudo invertir el proceso biológico de reproducción. Este cambio supuso poder anticipar su sustento antes incluso de que el vegetal hubiera crecido. La previsión de unos resultados futuros dejó atrás el carácter accidental o contingente de los hechos naturales. Mirando el acontecimiento presente como el efecto de un hecho anterior y como la causa de algo por llegar, el hombre se introduce en la noción de eternidad.
  El descubrimiento de la agricultura en áreas apropiadas para el cultivo deja subordinada la naturaleza a la planificación humana. El agricultor tuvo que habitar un pedazo de tierra para impedir efectos no deseados que arruinen la cosecha desde el tiempo de la siembra. La tierra devino entonces un bien en sí mismo a poseer. Hay pues una correspondencia entre la noción de eternidad y la propiedad de la tierra. Pero la doble apercepción del sentimiento de eternidad y de la finitud temporal entre el nacimiento y a la muerte le hizo percatarse del paralelismo entre el semen (semilla) introducido en el vientre de una mujer fértil con la semilla sembrada en una tierra fértil para producir el fruto apetecido. Ideó así que podía reproducirse a sí mismo y prolongarse indefinidamente por los varones engendrados de ‘su’ mujer o de ‘sus’ mujeres. Pero era necesario, para ser así, retener ‘esposada’ a la madre que los pare: dominar el ciclo de reproducción humano. La mayoría de las antiguas civilizaciones siguieron este esquema que ha ido derivando hasta hoy. Es decir, por el descubrimiento de la fecundación masculina el hombre se perpetuaba en su hijos varones y libraba las hijas a otros hombres para ellos perpetuarse de a misma manera (Muchos ritos de boda guardan esta forma; la dote, el padre entregándola en el altar...). Y todavía muchos ven natural la obsesión de los hombres por clonarse en sus hijos varones en vez de encaminarlos a encontrar su propia identidad. No obstante el sistema educativo se desmorona solo y las nuevas tendencias priorizan la autenticidad del estudiante como persona.
      Con la privatización masculina de la mujer, la inmersión en la espontaneidad natural de los acontecimientos quedó sometida al determinismo causal. 
    La repartición del territorio pulverizó el gran módulo de mujeres funcionando como un gran cuerpo único sobre un fondo de experiencia compartido, denominado también “sentido común”.  
    La lógica estanca a cada hombre en su representación del mundo, pero la mujer gravita emocionalmente sobre cada nueva situación en un mundo del que participa, cuyo suelo es el ecosistema del territorio. La coordinación comunitaria en el desenvolvimiento de la comunidad se paralizó por prioridades de orden masculino más enfocadas a reducir imprevistos y obtener los resultados ideados. La inmersión en la vida de la cual todos los seres son manifestaciones únicas deslizándose unos en los otros, muriendo y naciendo, donde la tierra, el mundo, el cosmos, –la “Pachamama” en quechua–,  simbolizan la pertenencia firme a un ente común, se truncó a favor del dominio del proceso  evolutivo.
   Pero la eternidad es muy monótona si no está salpicada de sucesos y ocurrencias imprevisibles. No quiero restarle importancia al potencial científico humano que investiga las relaciones causales de la naturaleza para dotarlas de significado y utilidad, pero tiene que ir acompañado de la frescura de adaptarse a situaciones novedosas e imprevisibles en el instante presente, porque esto nos une participativamente y corporalmente. El pragmatismo femenino trata eficazmente en colaboración una situación inesperada, dado que percibe horizontalmente la interconexión entre todos los fenómenos y personas. 
   Los intereses humanos han tratado de no dejar nada a lo inesperado con más y más modos de controlar la naturaleza (y los comportamientos) ahogando la alegría en un océano de estrés y preocupación.  
   Vemos esta merma en el hastío de las parejas antes mencionadas, por la inutilidad de unos hombres preocupados y ahora resignados al fracaso que no se responsabiliza del trágico balance para la vida en el planeta y por el contrario, se desgastan en entretenimientos banales. Decía Xavier Rubert en un programa televisivo que la mayoría de las demandas del siglo pasado se habían originado en el movimiento hippie (cuya divisa era, que yo recuerde, la del amor). Hoy la gran transformación que necesitamos debe ir presidida por la alegría, y las mujeres  tal vez sean quienes puedan despertarnos de nuestro ostracismo mental y mostrarnos una vida nueva en la que la frescura de los reinos naturales es primordial para reunir nuestra felicidad. 

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