lunes, 12 de marzo de 2012

ecología de la democracia (1)



La nuestra, que se llama democracia representativa, dista mucho de ser la democracia directa inventada por los griegos, en la que todas las decisiones se tomaban directamente por los ciudadanos que hicieran uso de tal derecho, en una asamblea de la polis. Para mí, incluso este modelo originario, del que todas las democracias actuales parecen derivarse, es revisable e incluso mejorable.
    Sin mucho reflexionar, solemos poner los valores de la sociedad democrática y de una sociedad libre en el mismo platillo de la balanza. Nos parece, y con cierta razón, que el derecho de cada uno a decidir sobre sus actuaciones, alcanza un óptimo en la democracia. En la primera parte de este artículo investigaremos cómo hacer de este propósito una tesis plausible.

  La primera condición para generalizar la instauración de un sistema político democrático es aceptar que el otro es como yo, un alter ego, y que tiene tanto derecho a decidir sobre su vida como lo tengo yo sobre la mía. Si esta evolución no se ha producido en la cultura de una sociedad, la democracia es imposible. La clase dominante rompería la baraja con solo llegar al poder. El sistema democrático es como el menor de los males diríamos, puesto que, en teoría, consigue elevar la bandera de la libertad por encima de los otros modos clásicos de gobierno. Parece inevitable pues, el sacrificio o la victimización de una o unas minorías, cuyas pretensiones se oponen al interés mayoritario.
   Mi intención, lejos de querer desacreditar la democracia, es solamente proponer ciertos ajustes que mejorarían la vinculación entre la democracia y la libertad con un claro beneficio ecológico.

   Nosotros somos un Estado democrático. La estructura ingente de individuos donde cada uno es “otro” para el otro y recíprocamente, no permite congregarlos periódicamente en una asamblea plenaria de la que salgan unas decisiones generales. El Estado democrático moderno tiene que gestionarse pues, por representación parlamentaria. Pero, como toda forma de organización del Estado, la democracia parlamentaria es también una figura de dominación.
     Una vez introducidos estos modelos, sopesaremos las ventajas de cada uno para posibilitar el acercamiento a una democracia real, que optimice el derecho a decidir de cada ciudadano en las cuestiones que le atañen.
   Partimos de unas consideraciones de tipo general. La polis griega en la que las mujeres, los esclavos y los extranjeros no tenían derecho a voto, reducía la ciudadanía a un número manejable de personas condicionadas a unas circunstancias no muy distintas. Si efectivamente, el sentir social de un ciudadano estaría próximo al sentir de otro ciudadano, esto haría pensar que cada uno en el lugar del otro se comportara de modo parecido a él. Así pues, allí nadie se sentiría fuera de un interés común traducible en unas leyes habilitadas para evitar conflictos. La mecha del conflicto prendería cuando no hubiera cabida para un mismo comportamiento bajo una situación compartida.
    En este de modelo social de discrepancias pueden aceptarse unas normas de convivencia cuyo fin es evitar los conflictos. Por ejemplo: “El que viene por la derecha tiene preferencia”, es un modo de regular la imposibilidad de pasar todos sin colisionar en un cruce. El principio de igualdad ante la ley estaría plenamente justificado.
    Afortunadamente, en la misma situación, no todos nos comportamos del mismo modo.  Cada uno, en su intimidad, es un reducto irreducible que afronta las incertidumbres creando unas ideas genuinas en el éxtasis del ahora. La posibilidad de elegir libremente, existe. Y la elección requiere un compromiso privado con el tiempo. Así pues cada uno dispone de cierta autonomía para profundizar en sus decisiones y elegir las causas de su destino.
   Pero esto no impide la inmersión general en unas las leyes de la naturaleza que nos afectan por igual. En cierto modo el principio pasivo de la experiencia nos hace a todos intercambiables bajo una misma situación. Y en esto somos fundamentalmente iguales. Aun en la heterogeneidad de un territorio disperso, la asunción de un sistema inexorable de leyes universales que se ramifica hasta concretarse para cada situación, contempla perfectamente este principio de igualdad. El poder legislativo, elegido por sufragio, sería aquel que pudiera responder adecuadamente a esta trama igualitaria ante la ley. La democracia representativa se limitaría a recoger piramidalmente un suelo de disposiciones prácticas, previstas para cada situación, en unas regulaciones generales, integradas a su vez en unos principios fundamentales o constitucionales.
   Sin embargo,  decíamos que cada uno es único por su modo de constituir el mundo y esto nos hace fundamentalmente distintos. Luego, no hay nadie que coincida totalmente con otro en el modo de comportarse ante un sinfín de situaciones complejas, y por tanto no hay nadie que no deba renunciar a algunas de sus ideas bajo la rigidez de un principio de igualdad ante la ley.
   La experiencia del pasado tal vez nos haga deudores de un sistema de hechos interconectados, pero la confrontación con el futuro nos hace fundamentalmente distintos. No existen “hechos futuros” de los que extraer un sentido común por experiencia. El futuro es una vaciedad a llenar con ideaciones fundadas sobre los datos que conocemos. Esta posibilidad abierta en la mente exige de la implicación del individuo que deriva en un interés personal. Bajo esta perspectiva cada uno es potencialmente enemigo de otro, como defendía Hobbes. Siguiendo este enfoque, sería conveniente que el Estado democrático pudiera amparar distintas visiones del mundo perfectamente coherentes, sin tener que amputarlas por un el consenso mayoritario.
   La representatividad, en la política democrática, tendría más valor si en su praxis, la privacidad de las ideas primara sobre el monopolio de una ideología dominante. Veamos. Podemos asegurar la connivencia de unas ideas enfrentadas, sin dificultad, en situaciones en las que no se invadan recíprocamente. Los límites arquitectónicos de mi casa, por ejemplo, me permiten funcionar en ella sin interferir con las ideas de mi vecino. Las cuestiones que sí puedan molestarnos recíprocamente las acordamos en reunión de vecinos. Esto nos capacita para nombrar un representante por cada inmueble y ponernos de acuerdo en cuestiones que atañan solamente a nuestra zona de este barrio. Y a su vez, nuestro representante puede abordar junto con otros representantes problemas que atañan a todo el barrio. Y esto puede extenderse hasta abordar cuestiones de índole muy general que afecten a toda la población, nación y demás. 
   Así, el modo en el que un grupo de personas decida resolver democráticamente un problema que les atañe, no impide que otros decidan afrontarlo democráticamente de muy distinta manera en su ámbito de competencia. Con este planteamiento la renuncia a unos intereses individuales, se ajusta al mínimo imprescindible para el sostenimiento de una convivencia ecuánime con los demás. Todo esto nos lleva a pensar la inutilidad de universalizar unos acuerdos contractuales cuando su ámbito de aplicación excede el área concreta del conflicto a resolver y su influencia. 
                                                                                                              foto: Assumpta Taulé

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