lunes, 26 de marzo de 2012

ecología de la democracia (2).



    La democracia representativa que proponemos dirime el poder legislativo en función de de los afectados que integran el área de actuación e influencia de las leyes que se aplican. Son ellos quienes deciden cómo gestionar la problemática específica que les reúne para una situación común que les afecta. La generalidad de la ley, entonces, se instituye a partir de  personas se confrontan directamente, por sus ideas, en situaciones locales de carácter aislado. Nace de la libertad de cada uno a decidir lo que quiere. El consenso local se establece por democracia directa, donde pueden debatirse directamente las cuestiones por sus interesados, en toda su complejidad. La representatividad política tiene que ordenar el ámbito de cuestiones por su generalidad, hasta culminar en una reducida asamblea suprema destinada a consensuar grandes esferas de pensamiento en el marco práctico de la situación mundial. Tal vez me haya ido en exceso llevando mi pensamiento hasta su utopía, pero esto siempre vale como marco referencial.      

    La democracia representativa, si fuera bien aprovechada, podría satisfacer una nueva posibilidad que la democracia directa no puede. En un hipotético Estado democrático, en el que los representantes elegidos representaran verdaderamente los intereses de sus electores, podríamos optimizar las desigualdades en beneficio de la libertad de todos. Un auténtico poder por representación democrática debería romper con la homogeneidad de un proceder previsible en el que cada individuo, es intercambiable por otro, dada su situación. Ningún ciudadano es intercambiable por otro en realidad.
   La nuestra, aunque la designamos como democracia representativa, no solo no favorece la realización personal de los ideales de cada individuo, sino que empobrece enormemente los resultados deseados de aquella lejana democracia directa.  


   A mi modo de ver, la linealidad en el recuento de votos unitarios como se practica en la mayoría de las democracias contemporáneas, no admite relieves ni profundidades. A lo sumo, unas determinadas regiones gozan de una cierta autonomía en cuestiones que no alteran el dominio fundamental del Estado. Termina por gestarse una corrompida reciprocidad  entre una participación insignificante en las decisiones que a uno le conciernen y el enorme poder impositivo de la clase política dirigente.

  La debilidad del tránsito entre el ciudadano y la clase política se hace palpable en la incapacidad de los partidos políticos, –suelen reducirse a dos– para acoger una extensa complejidad de idearios personales con el fin de afrontar los retos presentes. Tienen que ceñirse a dos grandes bloques de ideas y por esto, la diversidad de ciudadanos libres termina por masificarse en una sociedad impersonal sin apenas intimidad para optar por lo que se cree. Se supone que el dirigente representa la voz de una mayoría, pero esto es discutible si cada uno es potencialmente insignificante para imprimir sus propias ideas en la sociedad. La desconexión de los políticos con los fines personales, de a quienes supuestamente representan, crea además  una endogamia partidista donde los proyectos privados de unos  pocos prevalecen, y con mucho, sobre el servicio que exige su deber.  

                                                                                      foto: Assumpta Taulé

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