lunes, 18 de febrero de 2013

LA SOCIEDAD DEL ENTRETENIMIENTO


No se si es generalizable mi percepción de un desengaño que esta crisis ha ido revelando durante sus cinco años ya de existencia. El desengaño, por definición, arroja luz sobre un engaño. En los comienzos, el desengaño parecía acompañarse de cierta ira hacia el actor que nos engañaba; con el tiempo, hasta de los jóvenes ha ido desapareciendo la indignación y flota peligrosamente una tediosa apatía sobre materiales muy inflamables. Hoy la crisis sigue titularizando los informativos, los debates políticos, la    vida de las parejas, el saludo matinal de los comerciantes y es visible en la cara muda de los establecimientos persiana abajo. La crisis que irrumpió en el espacio público, ha calado en el interior de los hogares, y hasta en el ánimo de las personas. Pero siento por adentro que no existe una figura alimentándose de nuestro engaño a quien culpabilizar. Es una forma de vida llamada ‘bienestar’ a la que nos hemos apuntado cómodamente para burlar una realidad cancerígena que tratábamos de no ver. Paradójicamente, en mi percepción con la crisis me he liberado de la inutilidad de todos esos fetiches creados por la maquina del consumo que nos elevaban a una suprarealidad con escaso arraigo en la esencialidad de la vida. Productos que parecían imprescindibles por sus avances de última generación, por su diseño exclusivo, por todas las prestaciones nunca utilizadas, y en definitiva, por el postizo que proporcionaban a nuestra identidad. Parecía que afeitarse con una desechable de cuatro hojas, o disponer de sensores-radar para estacionar el vehículo, o degustar sorbetes de tortilla de patata, o tener cámara de aire en los zapatos deportivos, eran indicativos de un nivel seguro de felicidad. De la sociedad del bienestar fuimos pasando a la sociedad del entretenimiento. La comida, la vivienda, la asistencia sanitaria, la defensa jurídica, la educación, la energía, el agua, eran unos mínimos a los que toda persona tenía y tiene derecho como ciudadano. Un derecho, que exigimos imperiosamente sin valorar su coste para otros seres y para la naturaleza de la que formamos parte. Lo superfluo entonces se pervirtió en necesario, y lo que era realmente necesario pasó a ser un derecho terrenal por el que nadie guardaba agradecimientos. Basta ver hoy el enfurecimiento de las masas cuando estos ‘derechos’ se tambalean y las necesidades esenciales de la vida asoman entre los números rojos de las cuentas. Y se culpabiliza, no sin razón, a los más ricos de la situación que ahoga a la gran mayoría, pero ignoramos que nos hemos complacido en el 'entretenimiento social' mientras una parte sustancial de la población mundial carecía de los mínimos para subsistir, los animales eran reducidos a carne y la naturaleza era explotada como materia prima para producir. El efecto regulador de la crisis, y tal vez pueda ser esta su causa, nos devuelve a la franja amarilla de la vida, donde el sustento, el aire que respiramos, el contacto con otros seres vivos y con lo elemental, son de inapreciable valor en el cuadro identitario de la persona.
     En consideración con aquellos que se han visto abocados a la miseria no está bien decir que lo que está pasando sea educativo, pero ver a los políticos indigestándose por sus fraudes, o a los banqueros de rodillas por la prima de riesgo, o los opulentos aplastados por sus lujosas pertenencias, y al grueso de la sociedad en una tediosa resignación, me hace pensar que en el trasfondo de la crisis hay un olvido fundamental que concierne a la vinculación del ser humano con el sentido básico de vida.   Olvidamos que estamos ligados a todas las especies por la evolución de la vida en el planeta. En cualquier actividad humana hay un fluir de la vida que nos conecta biológicamente con todos los seres vivos y con los constituyentes esenciales. La vida es un sistema omeostático que integra a todos los seres vivos. El retorno a un tipo de vida sencilla en el que sí valore la cuota ecológica de nuestros ‘derechos’ como ciudadanos, significa descender de la torre de la frivolidad al llano de la solidaridad; donde hay un entrelazo corporal con los seres vivos y la naturaleza del entorno[1].
   Sigo preguntándome, en mis paseos urbanos, por el sentido de estas setas de butano u otras llamaradas de fuego escampadas por las aceras de Barcelona. La inútil pretensión de acabar con el frío de la ciudad calentando el aire de sus calles, me ha hecho pensar que no es esa su función y debo creer que es la de retener el verano en las terrazas invernales, pese a que en el interior de los establecimientos el coste de mantener la calidez no es nada despreciable. Debemos aprender que nuestra condición de humanos se asienta en nuestra condición natural, a la que no debemos oponernos para vivir bien.




[1] «El ser humano, a la vez natural y sobrenatural, debe volver a las fuentes de la naturaleza viviente y física, de donde emerge y de la que se distingue por la cultura, el pensamiento y la consciencia. Nuestro vínculo consustancial con la biosfera nos conduce a abandonar el sueño prometeico del dominio de la naturaleza por la aspiración a la convivencia en la Tierra.» Morín, E., Los nueve mandamientos: dentro del 5º mandamiento p. 181 T-6
                                                                                           (imatge: Assumpta Taulé)
   

1 comentario:

  1. Qué lucidez, Joan. Estoy totalmente de acuerdo. Me ha encantado.
    Un abrazo.

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