No
se si es generalizable mi percepción de un desengaño que esta crisis ha ido revelando
durante sus cinco años ya de existencia. El desengaño, por definición, arroja
luz sobre un engaño. En los comienzos, el desengaño parecía acompañarse de
cierta ira hacia el actor que nos engañaba; con el tiempo, hasta de los jóvenes
ha ido desapareciendo la indignación y flota peligrosamente una tediosa apatía sobre materiales muy inflamables. Hoy la crisis sigue titularizando
los informativos, los debates políticos, la vida de las parejas, el saludo
matinal de los comerciantes y es visible en la cara muda de los
establecimientos persiana abajo. La crisis que irrumpió en el espacio público, ha
calado en el interior de los hogares, y hasta en el ánimo de las personas. Pero
siento por adentro que no existe una figura alimentándose de nuestro engaño a quien
culpabilizar. Es una forma de vida llamada ‘bienestar’ a la que nos hemos apuntado cómodamente
para burlar una realidad cancerígena que tratábamos de no ver. Paradójicamente,
en mi percepción con la crisis me he liberado de la inutilidad de todos
esos fetiches creados por la maquina del consumo que nos elevaban a una
suprarealidad con escaso arraigo en la esencialidad de la vida. Productos que
parecían imprescindibles por sus avances de última generación, por su diseño exclusivo,
por todas las prestaciones nunca utilizadas, y en definitiva, por el postizo que proporcionaban
a nuestra identidad. Parecía que afeitarse con una desechable de
cuatro hojas, o disponer de sensores-radar para estacionar el vehículo, o
degustar sorbetes de tortilla de patata, o tener cámara de aire en los zapatos
deportivos, eran indicativos de un nivel seguro de felicidad. De la sociedad
del bienestar fuimos pasando a la sociedad del entretenimiento. La comida, la
vivienda, la asistencia sanitaria, la defensa jurídica, la educación, la
energía, el agua, eran unos mínimos a los que toda persona tenía y tiene derecho como
ciudadano. Un derecho, que exigimos imperiosamente sin valorar su coste para
otros seres y para la naturaleza de la que formamos parte. Lo superfluo
entonces se pervirtió en necesario, y lo que era realmente necesario pasó a ser
un derecho terrenal por el que nadie guardaba agradecimientos. Basta ver hoy el enfurecimiento
de las masas cuando estos ‘derechos’ se tambalean y las necesidades esenciales
de la vida asoman entre los números rojos de las cuentas. Y se culpabiliza, no
sin razón, a los más ricos de la situación que ahoga a la gran mayoría, pero
ignoramos que nos hemos complacido en el 'entretenimiento social' mientras una
parte sustancial de la población mundial carecía de los mínimos para subsistir,
los animales eran reducidos a carne y la naturaleza era explotada como materia
prima para producir. El efecto regulador de la crisis, y tal vez pueda ser esta su causa, nos devuelve a la franja amarilla de la vida, donde el sustento, el
aire que respiramos, el contacto con otros seres vivos y con lo elemental, son
de inapreciable valor en el cuadro identitario de la persona.
En
consideración con aquellos que se han visto abocados a la miseria no está bien decir
que lo que está pasando sea educativo, pero ver a los políticos indigestándose
por sus fraudes, o a los banqueros de rodillas por la prima de riesgo, o los opulentos
aplastados por sus lujosas pertenencias, y al grueso de la sociedad en una
tediosa resignación, me hace pensar que en el trasfondo de la crisis hay un
olvido fundamental que concierne a la vinculación del ser humano con el sentido
básico de vida. Olvidamos
que estamos ligados a todas las especies por la evolución de la vida en el
planeta. En cualquier actividad humana hay un fluir de la vida que nos conecta biológicamente
con todos los seres vivos y con los constituyentes esenciales. La vida es un
sistema omeostático que integra a todos los seres vivos. El retorno a un tipo
de vida sencilla en el que sí valore la cuota ecológica de nuestros ‘derechos’
como ciudadanos, significa descender de la torre de la frivolidad al llano de
la solidaridad; donde hay un entrelazo corporal con los seres vivos y la
naturaleza del entorno[1].
Sigo preguntándome, en mis paseos urbanos, por el sentido de estas setas de butano u otras llamaradas de fuego escampadas por
las aceras de Barcelona. La inútil pretensión de acabar con el frío de la
ciudad calentando el aire de sus calles, me ha hecho pensar que no es esa su
función y debo creer que es la de retener el verano en las terrazas invernales,
pese a que en el interior de los establecimientos el coste de mantener la calidez no es nada despreciable. Debemos aprender que nuestra condición de humanos se asienta en nuestra
condición natural, a la que no debemos oponernos para vivir bien.
[1]
«El ser humano, a la vez natural y sobrenatural, debe volver a las fuentes de
la naturaleza viviente y física, de donde emerge y de la que se distingue por
la cultura, el pensamiento y la consciencia. Nuestro vínculo consustancial con
la biosfera nos conduce a abandonar el sueño prometeico del dominio de la
naturaleza por la aspiración a la convivencia en la Tierra.» Morín, E., Los
nueve mandamientos: dentro del 5º mandamiento p. 181 T-6
(imatge: Assumpta Taulé)
Qué lucidez, Joan. Estoy totalmente de acuerdo. Me ha encantado.
ResponderEliminarUn abrazo.